Hace tiempo que la palabra «colaborar» viene perdiendo su sentido. Ahora «colaboración» es casi siempre …
El día que se inmoló intentó llevarse por delante a toda una familia. Era su última aportación a un plan improvisado durante más de veinte años, quizá inconsciente y sobrevenido, pero con tal capacidad de destrucción masiva que cualquier bomba habría sido más benévola.
Mantener a su hembra bebida era la mejor manera de tenerla dominada. De no haber sido por su carácter xenófobo y porque le encantaba el cerdo, podría haberse alistado en cualquier comunidad islamista radical porque, en el fondo, tenía el mismo concepto de la mujer: un instrumento.
No la obligaba a llevar velo de tela, pero su burka era mucho más sibilino: toda una maraña de hilos invisibles que la ahogaban, que la anulaban, que, más que hacerla invisible, daban visibilidad a sus aspectos menos agradables, a aquellos que a él le hacían sentir superior: la sumisión ante los gritos, la lengua de trapo cuando el alcohol tomaba las riendas, el aspecto descuidado (con lo coqueta que había sido ella…).
De pronto un día ella abrió los ojos y, con ellos, la puerta de casa. Y él soltó que prefería ser viudo a separado. Por suerte, cuando se inmoló con una cuerda, la viuda terminó siendo ella.
Esto es un relato basado en hechos reales. Más aún: un relato de hechos reales. De una familia normal, de las que viven al lado de tu casa, con hijos que sacan buenas notas, con trabajo, socialmente aceptados. De la mía. Porque el terrorismo machista no es cosa de guetos ni de familias desestructuradas. Está a la vuelta de tu puerta, nos ha declarado la guerra y no parece haber ofensiva que lo pare. ¿Qué dirán de esto los presidenciables en sus programas electorales?
Por Noelia Jiménez
Foto: D. R.