Las ferias de boda son un rollo por definición. Cientos de metros de moqueta (y …
Hubo un tiempo en que Caprile era simplemente Lorenzo, un madrileño enamorado de la moda, pero también de la literatura, que se había formado en Nueva York y Florencia, que trabajaba para firmas de moda en Italia y España, y que dibujaba. Muy bien.
Ese fue el principio del resto. Porque su amiga Carla Royo Villanova le encargó su vestido de novia. Él, en principio, pensó que aquello era demasiado. Que no tenía taller. Que cómo lo iba a hacerlo. Pero Carla se empeñó y él aceptó.
Era 1993. Carla quería un diseño atemporal: «algo de lo que mis hijos y mis nietos, cuando vieran mis fotos, no pensasen que se había quedado anticuado o pasado de moda». Y para ello Lorenzo se inspiró en los clásicos más clásicos, en el retrato de Leonor de Medici de Bronzino que puede verse en la Galleria degli Uffizi de Florencia.
Nada de tules, ni rasos, ni mikados. Nada de lo que se llevaba entonces para las novias. Carla quería un piqué de algodón y Lorenzo lo encontró en Italia. También allí, en el taller de Valentino, se realizaron las borlas que rematan las cintas cruzadas con el que se cierra el corsé a la espalda. Ana Lacoma, que en aquel momento hacía el vestuario de la obra de teatro El mercader de Venecia, que se representaba en Madrid, puso el taller para realizar el vestido.
«Cuando lo veo pienso cómo pude llevarlo -confiesa Carla-: ¡pesaba más de 20 kilos». Pero sí, lo llevó. Como la auténtica princesa en que iba a convertirse. Como la dama que iba a convertir a Lorenzo en Caprile para vestir el gran día de las novias más eternas.
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